Se dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, pero hay excepciones. Puede tropezar dos, tres, cuatro, cinco e infinidad de veces más hasta que sé dé cuenta que el problema no es la piedra, sino su necedad de no verla y su indisposición a aprender.
Esto ocurre con frecuencia en las relaciones amorosas. Personas que estuvieron con alguien tóxico y que les propició un daño desproporcionado, pero vuelven a caer en otra (piedra) del mismo calibre, aunque algo más sutiles, magistralmente manipuladoras y perfeccionadas en su objetivo degradante.
Y así suman y siguen las piedras, creyendo que es amor lo que impera en sus vidas cuando es puramente el apego y una muy bien combinada dosis de carencias afectivas lo que predomina y se esconde tras de ellas.
Luego, antes o después, llega el batacazo sentimental de nuevo y, con este, el sufrimiento, la desazón, la mirada a la piedra como única culpable y razón de su infortunio.
Normalmente las piedras son peores y más grotescas, al igual que imperceptibles. La finalidad es simple: Llegan para enseñar algo. Aparecen en el camino para que se sorteen, para aplicarse en lo emocionalmente inteligente, no para encariñarse con ellas.
¿Sabes lo que no hace ver, lo que ciega? La falta de conocimiento de sí mismo y, por supuesto, la carencia de amor propio. Si no fuera por el deseo de sentirse querido, de llenar los vacíos emocionales a costa de la piedra que sea, no se volvería a tropezar y el dolor se evitaría.
Los errores enseñan, es obvio, pero para ello hay que estar dispuesto a aprender. Aprender a amarse y a conocerse con objeto de que ninguna piedra, por extravagante que sea, desoriente a darle el merecido valor al diamante que realmente se es.
David Valentín Torres
Escritor de psicología y filosofía