Como otros colegas que aman el protocolo, soy una de esas voces que se alzan defendiendo su condición de herramienta al servicio de la comunicación. El protocolo contemporáneo huye de la rigidez extrema y hace uso de la inteligencia emocional, resultando un instrumento indispensable a la hora de transmitir un mensaje, ya sea en el ámbito oficial o no oficial. Sin embargo, la flexibilización que impone el sentido común no debe evolucionar hacia un total incumplimiento de la norma, sobre todo cuando se trata de actos oficiales. De ser así, entonces el protocolo perdería su sentido de ser: ordenar y armonizar.
Al igual que me dan escalofríos cada vez que oigo eso de “romper el protocolo”, también siento indignación cuando contemplo cómo la regla es vapuleada descaradamente. El Real Decreto 2099/1983 de 4 de agosto, por el que se aprueba el Ordenamiento General de Precedencias en el Estado, es papel mojado en manos de algunos supuestos entendidos en esta insigne materia. Conozco casos en los que la normativa se infringe en pro del lucimiento de tal o cual autoridad, con lo que el acto queda desfigurado. Aunque al interesado no le importe ocupar un lugar diferente al que le corresponde, e incluso desconozca qué precedencia rige según el Real Decreto, es tarea del jefe de protocolo asignarle su espacio según lo estipulado en la norma.
Otra cosa es la cesión de la presidencia, lo cual debe entenderse como una excepcionalidad que atiende a la cortesía, pero que resulta obligada cuando, por ejemplo, el rey honra con su presencia al anfitrión. En protocolo oficial, las excepciones no pueden ni deben convertirse en la generalidad. Las cesiones forzadas de presidencia manifiestan la mala praxis de los jefes de protocolo de la autoridad invitada. ¿En qué cabeza cabe que el alcalde de un municipio donde se celebra un acto ceda la presidencia una, dos y hasta tres veces? Ya esté presente el titular de una Consejería autonómica o el presidente de la Diputación provincial, el alcalde va por delante porque es la máxima autoridad política de la administración municipal.
¿Y qué decir sobre los honores debidos a la bandera española? La Ley 39/1981 de 28 de octubre, por la que se regula el uso de la bandera de España y de otras banderas y enseñas, establece de forma clara y concreta el lugar que debe ocupar nuestro símbolo nacional. Encuentro insólitas algunas disposiciones de banderas y no se me ocurre motivo alguno que justifique ciertas ocurrencias que no se ajustan en absoluto a la ley. En una ocasión, me negué a fotografiarme junto a unas banderas mal colocadas en el interior de un edificio y, ni corta ni perezosa, yo misma modifiqué su ordenación ante los boquiabiertos asistentes al acto. Oiga, pues es lo que hay. Las cosas, o se hacen bien, o no se hacen.
Podríamos pasar horas comentando las ofensas que sufre el infortunado protocolo oficial. Sin una Ley de Protocolo del Estado que desplace el desfasado Real Decreto 2099/1983, y sin una adecuada valoración del desempeño de los expertos en el asunto, esta disciplina seguirá originando controversia y recelo. Desde su origen, el protocolo ha aspirado a facilitar la vida de los hombres, pero para ello es imprescindible concederle la trascendencia que merece. Durante años, se ha denigrado a estos profesionales y se les ha considerado simples aficionados a ordenar personas y objetos sin una base teórico-experimental. El intrusismo ha hecho mucho daño, como hoy lo hace el interés partidista y la exacerbada subjetividad en la interpretación de la regla.
Las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. Entre estos últimos, resulta oportuno destacar aquel que afirma: “La ignorancia de la norma no exime de su cumplimiento” (Ignorantia juris non excusat). Pues bien, si es obvio que el ciudadano no tiene obligación de dominar ciertos preceptos y aun así debe atenerse a ellos, con mucha más razón podemos exigir conocimiento y responsabilidad a quienes ostentan cargos públicos y a aquellos que se dedican a esta disciplina cobrando un sueldo.
En conclusión, si se equilibran el respeto al protocolo oficial y el recurso al sentido común, el organizador transmitirá su mensaje eficazmente sin restarle la más mínima solemnidad al acto. La adaptación a las circunstancias es susceptible de convivir con la ley y las costumbres inveteradas si el profesional del protocolo realiza su labor desde la sabiduría, la honradez y la sensibilidad
María Teresa Domínguez Rodríguez
Experta en Comunicación, Protocolo y Coaching
ASSOPRESS
Excelente artículo, gracias por publicarlo