Cuando hace unas semanas Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno español, afirmó que en España “no hay una situación de plena normalidad política y democrática” un auténtico terremoto político sacudió las entrañas del estado. Representantes cualificados de distintos partidos salieron en tropel, rasgándose las vestiduras, para acusar al líder de Podemos de deslealtad institucional. Desde el PSOE, socio de gobierno, se apresuraron a desmentirlo: Carmen Calvo, Margarita Robles, José Luis Ábalos, entre otros. No dejaron pasar la ocasión los partidos de la oposición para criticar sus palabras y pedir su dimisión. También doscientos académicos, diplomáticos, economistas, periodistas y ex políticos suscribieron un manifiesto ( Cesar la infamia) demandando su cese por “desprestigiar a España”. Felipe González se sumó días después para atacarlo duramente utilizando los mismos argumentos.
Como si no fuera sano, absolutamente sano, plantear un debate constructivo, abierto, plural, sobre la situación de la democracia española y sus peligros y debilidades. Es lo que acaba de decir el recién electo presidente estadounidense Biden en una reflexión pública tras el asalto de movimientos ultras al Capitolio: “este triste capítulo de nuestra historia nos recuerda que la democracia es frágil, que debe ser defendida siempre, que debemos permanecer siempre vigilantes…”
¿Acaso es una “normalidad” política y democrática la existencia de una “policía patriótica” que fabricaba pruebas para hundir a los adversarios políticos del PP? ¿Lo es que la corrupción haya campado a sus anchas por las cloacas del estado y que el principal partido de la oposición esté siendo juzgado en estos momentos por financiarse ilegalmente con comisiones sustraídas de las obras públicas? ¿Lo es que el Rey Emérito haya desarrollado actividades de comisión en comisión, abriendo cuentas opacas en Suiza y que se le permita marcharse de España a Dubai –sostenido con dinero público- y que no se le pueda juzgar? ¿O que tengamos una justicia, lenta, sin medios, contaminada y que el CGPJ permanezca en el limbo mucho tiempo después de haber finalizado el mandato para el que fue designado…? ¿Es una plena normalidad política y democrática que hayamos descapitalizado al estado privatizándolo todo y que al tiempo se hayan ido abriendo abismos de desigualdad brutales en nuestra sociedad?
Como plantea Joaquín Estefanía en un artículo publicado recientemente en El País (La democracia realmente existente) los índices que miden los indicadores democráticos “apenas contemplan los derechos sociales y económicos para sus clasificaciones, de modo que aspectos como el paro, las desigualdades, la precariedad, la igualdad de oportunidades, etcétera, no han sido incluidos o desarrollados con la misma magnitud que los derechos políticos ( la libertad de elegir o ser elegido) y civiles y las libertades clásicas, expresión, reunión, religiosa…)”
La realidad es que podría seguir y seguir poniendo ejemplos de “anormalidades” políticas y democráticas que hace que nuestra democracia y otras democracias del mundo se sometan a riesgos y fragilidades cuando no a “caminos hacia la no Libertad” como nos advierte Timothy Snyder. Es lo que está pasando en la Vieja Europa y en la propia España con el avance de los totalitarismos o la extrema derecha.
Pero la quiebra de la salud de la democracia no se produce solamente en España. La varias veces comisaria europea Viviane Reding, advirtió en su momento de un serio peligro de retroceso democrático en el Viejo Continente. Lo decía también recientemente Susan George: “En Europa se ha dado un desmantelamiento de las estructuras democráticas en base a tres principios: sigiloso, secreto y súbito (SSS)”. La pérdida de los valores democráticos europeos está dando paso a numerosos partidos populistas o de extrema derecha en distintos rincones del continente que no dejan de subir en estimación de voto y aceptación popular.
Para la profesora de la Universidad de Granada Susana Corzo Fernández, “la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones públicas pudiera ser un estadio previo al fortalecimiento de un Estado débil, pero el descrédito continuo de las instituciones llegará a ser la consecuencia de un Estado enfermo, si la clase política no lucha por devolverle, desde la racionalidad y la mesura que conllevan la práctica de la responsabilidad política, el valor que tiene y la función que presta de servicio a la ciudadanía”. No es eso lo que explicita en estos momentos el enfrentamiento de los dos socios del gobierno de España, precisamente. Tampoco la polarización, la crispación, los enfrentamientos y la falta de entendimiento entre el Gobierno y la oposición.
Y también pasa en el resto del planeta. Según un informe de Freedom House el retroceso democrático en el mundo es muy significativo, hasta el punto de que en los últimos cinco años no ha dejado de producirse una caída en el número de países democráticos, datos con los que coincide The Economist, que señala que en la actualidad solo el 11% de la población mundial vive en democracias completas. Para Richard Youngs, responsable del centro de pensamiento europeo FRIDE, el autoritarismo resucita con fuerza en todos los continentes: “En contra de lo que dicen muchos analistas, las dificultades por las que atraviesa la democracia no se deben a un exceso de esfuerzos para intensificarla, sino, más bien, a su baja calidad (corrupción, clases dirigentes depredadoras, sociedad civil débil, falta de independencia del poder judicial y de los medios y nula respuesta de los gobiernos a las reivindicaciones de sus ciudadanos)”.
Intelectuales como Daniel Innerarity insisten en la existencia de una “debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamientos de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente”.
Cada día que pasa, la percepción de la ciudadanía española sobre la democracia es más negativa, así lo apuntan la mayoría de los indicadores. El descontento se torna en muchas ocasiones en apatía o en buscar a la desesperada nuevas propuestas políticas que se aprovechan del descontento para avanzar hacia posiciones populistas extremas. La realidad es que en el último ranking elaborado por The Economist, España cae seis puntos, del puesto 16 al 22 en el índice de democracias del mundo. Los síntomas de fracturas políticas, sociales y económicas están cada día más claros.
No se puede cuestionar la necesidad de repensar esta democracia que se devalúa cada día y que se puede convertir en una pura caricatura de sí misma. En “El invierno de la democracia. Auge y decadencia del gobierno del pueblo” el politólogo francés Guy Hermet nos dice que “la democracia está llegando a su invierno, aunque no hay por qué temer un infarto inminente. Estamos entrando en la estación invernal de la democracia tardía, en la estación de la vejez. (…) El pueblo apenas simpatiza ya con la ficción del gobierno de todos y para todos en la que se apoya cada vez más débilmente nuestra democracia. Aunque todavía no tiene etiqueta, la posdemocracia ya está aquí, de incógnito. Estamos entrando en otra era política”.
Está claro que se necesitan instituciones sólidas y una ciudadanía tenaz para combatirla. Porque si los ciudadanos y ciudadanas no defienden el sistema de gobierno del que son responsables, lo pueden perder irremediablemente y porque aceptar sin cuestionamiento lo que nos imponen para limitar la democracia nos convierte en agentes de la injusticia, como plantea Thoreau.
No se trata solo de poder votar y menos cuando se vacía de sentido la mayoría de las elecciones. La mayor anomalía se encuentra en la incapacidad de los gobiernos y los parlamentos en hacer frente a los embates de los poderes salvajes (Ferrajoli) que controlan la esfera pública y fagocitan a los poderes políticos a los que consiguen subordinar, privándolos de su poder de regulación. Las privatizaciones para adelgazar al estado, el control de los medios de información o la intervención de los mercados en la financiación y la deuda de los estados, vuelven frágiles a las instituciones y quiebran los derechos fundamentales.
Y una parte importante de la sociedad vuelve a pensar que la alternativa es la vieja peste parda que antecedió al fascismo y el nazismo y que se nutrió de una profunda crisis económica, social, política y ética. Desde luego, no hay una situación de plena normalidad política y democrática. No nos engañemos.
Antonio Morales Méndez
Presidente del Cabildo de Gran Canaria