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POR UNA CIUDAD HABITABLE

Vivir o convivir, habitar o simplemente construir, ocupar. La disyuntiva está servida en unos tiempos en los que urge decidir. El sentido primigenio de vivienda como cobijo para protegerse de las inclemencias meteorológicas y como espacio seguro, ha ido evolucionando a la vez que la humanidad hacia el concepto actual de habitabilidad.

 

Los hogares se han ido adaptando a las nuevas comodidades y ventajas que la evolución ha puesto a nuestro alcance, tales como la electricidad, el abastecimiento de agua, el alcantarillado, las comunicaciones, etc. Sin embargo, paralelamente el progreso ha traído de la mano su propia deriva hacia un sistema especulativo en detrimento de sus bondades originarias.

 

En este contexto, los estándares tradicionales que definen la habitabilidad no se adecuan de manera fehaciente a los retos que nos plantea el presente y desde luego el futuro. De ahí que, ahora más que nunca, sea necesario contar con las personas y su capacidad de influencia a la hora de definir qué es habitabilidad y qué no lo es.

 

El reto consiste en incluir nuevos criterios que potencien el aspecto social intrínseco a este concepto. Sostenibilidad, comunidad, participación, interacción, salud, bienestar, convivencia, inclusión, … en definitiva calidad de vida. La ciudad del siglo XX se construyó pensando en el automóvil, la del siglo XXI debe pensar en las personas.

 

En este sentido ya existen corrientes de pensamiento que vienen materializando de una manera muy efectiva diferentes iniciativas en distintos puntos del planeta. Como por ejemplo el arquitecto argentino Rodolfo Linvingston al frente de “Arquitectos de Familia”, que desde la escucha activa establece junto con la familia la mejor adaptación de la vivienda a sus necesidades; o el danés Jan Gehl, que defiende la ocupación de los espacios públicos por las personas frente a los automóviles: “el coche era una tecnología inteligente hace cien años. Hoy urge una combinación de piernas, bicicletas y transporte público”, proclama.

 

Ya existen incluso en nuestro país propuestas que abordan este concepto social de la arquitectura y la habitabilidad. En Barcelona se experimenta con las “supermanzanas”, espacios en armonía y libres de coches, en los que se desarrollan actividades lúdicas y educativas que mejoran, sin duda, la calidad de vida. Lugares en los que las personas han reconquistado para su uso, disfrute y socialización el asfalto. Otro ejemplo claro, es el aumento de la red urbana de carriles bici, que se implanta por todo el país. En este sentido el tamaño de la ciudad no importa, y sí el propósito, como el caso de Anne Hidalgo, alcaldesa de París, que quiere mejorar la habitabilidad de su ciudad creando más de 100 hectáreas de huertos urbanos para los parisinos.

 

Valgan estos ejemplos como destellos de lucidez y sentido de la ciudadanía que, entre otros muchos otros, marcan una tendencia al alza hacia la consolidación de un nuevo concepto de habitabilidad y de arquitectura urbana. La ciudadanía se erige aquí como protagonista, una vez más, del modelo de desarrollo más cívico y saludable .

 

Todo ello pasa sin duda, por dos condiciones indispensables para que prospere este nuevo modelo de desarrollo. Por una parte la implicación y generación de espacios en los que equipos multidisciplinares desarrollen las herramientas que permitan materializar esta dimensión social; y, la más importante, el empoderamiento social, que permita la participación de la ciudadanía en estos procesos. Por fortuna, trabajar como agentes políticos nos brinda la oportunidad de encauzar esta necesidad de cambio. La recompensa a un trabajo ya en marcha, nos llegará en forma de una ciudad apta para convivir.

Artículo de Opinión – Julio Ojeda Medina

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