Juan Nogales Hernández logró implicar a muchos habitantes de Artenara y Tejeda en la reforestación, conservación y defensa de los pinares cumbreros de Gran Canaria
Hay hombres que logran cambiar un paisaje, con pequeños gestos, con mucho trabajo, concienciando a quienes no ven futuro en su empeño y, sobre todo, creyendo que el esfuerzo y la defensa de la naturaleza vale siempre la pena, aun a pesar de tener que atravesar algunos caminos intransitables.
El doctor ingeniero de Montes, Juan Nogales Hernández, llegó a Gran Canaria para reemplazar su compañero fallecido y anterior responsable de la gestión forestal en la isla, José Hidalgo Navarro, con cuya hija, Pino Hidalgo, se acabaría casando. No fue fácil convencer y hacer reaccionar a la sociedad grancanaria, principalmente la sociedad de la cumbre, a los grandes propietarios de fincas forestales, a los pequeños arrendatarios, ni tampoco a quienes vivían de la explotación de los bosques, de la salvaguarda y recuperación de los viejos pinares isleños. Eran tiempos en los que los mojones eran cambiados de lugar durante la noche y las madrugadas, y en donde el hambre no entendía muchas veces ni siquiera de leyes o de acuerdos pactados. Pero en aquel escenario se supo mover un hombre pausado, tranquilo y, al mismo tiempo, con el carácter necesario para hacer cumplir la ley y para sacar adelante unos proyectos que él sabía esencial para el futuro de la isla.
No estuvo solo. Contó siempre con la implicación de decenas de vecinos, principalmente de Artenara y Tejeda, que se involucraron en las tareas de reforestación y en todo lo que tenía que ver con las actuaciones forestales de aquellos años. Nada de lo que sucedería luego sería posible sin esas personas, casi todas anónimas, guardias forestales, operarios y peones que trabajaban de sol a sol en condiciones muchas veces extremas y en terrenos difícilmente accesibles.
Juan Nogales tuvo siempre una preocupación extrema por la erosión del terreno y por las consecuencias que ese deterioro podría tener en el futuro de todo el entorno cumbrero de la isla, por ello fue determinante su empeño en reverdecer la isla, en plantar donde antiguamente había habido pinares y árboles, y en recuperar esos terrenos para el uso público.
También hay que destacar su implicación para dotar de todos los medios técnicos necesarios, o por lo menos los que estaban más al alcance aquellos años, a los espacios cumbreros. Igualmente ideaba toda clase de inventos o de recursos improvisados para que no se perdiera el agua de las lluvias, ni el suelo, y en ese sentido destacan las muchas albarradas que fue sembrando por los paisajes, una especie de canales de piedra y hierro que discurrían entre los montes para que el agua no siguiera un curso baldío y poco aprovechable hacia el mar. El trabajo de corrección hidrológica forestal, mediante albarradas y gaviones, fue clave para la captación de agua en el subsuelo; en las zonas de máxima pendiente, dichos diques constituyen auténticas obras de albañilería en piedra, sin accesos de maquinaria.
Pero, como se viene repitiendo a lo largo de esta semblanza, su mayor propósito fue implicar a sus equipos de trabajo y a los lugareños, en cada una de las iniciativas que ideaba. Con ello sabía que ese esfuerzo tendría siempre la continuidad del compromiso de quienes iban a sentir como suyos cada uno de esos árboles y el verdor de esos montes. Y esos trabajadores le premiaban su confianza trabajando duramente sin horarios y sin mirar más que el logro final, igual que hacía el máximo responsable, alguien que nunca se quejaba y que era el primero en dar ejemplo con su vida sencilla, su estoicismo y su capacidad de trabajo y resistencia.
También fue Juan Nogales Hernández un hombre sin ningún afán de protagonismo. Siempre dejó ese papel para sus colaboradores o para su equipo: él solo buscaba la satisfacción del deber cumplido y de haber logrado conciliar situaciones muy difíciles cuando llegó a la isla. Gracias a su diplomacia y su valentía, hoy contamos con montes y bosques que no hubieran vestido de verde nuestras cumbres. Su felicidad y su satisfacción, sobre todo cuando ya estaba jubilado y subía a la Cumbre, era comprobar que todo aquel esfuerzo de tantos años no había sido en vano. Y ese paisaje es el mismo que ahora podemos disfrutar, y ese es, de alguna manera, el gran éxito, su legado, nada más y nada menos que una contribución anónima a la belleza del planeta.
Juan Nogales explicaba a quienes le decían que por qué no plantaba almendreros o frutales las razones de la presencia del pino en la cumbre. Les contaba cómo el pino sujetaba el terreno y lograba que luego el agua bajara hacia las fincas agrícolas, presas y maretas casi sin barro; pero además él insistía en reforestar las cuencas y las zonas más pendientes para evitar la erosión del terreno, y justamente esas reforestaciones eran las más difíciles y las que requerían mayor capacidad de trabajo, fuerza y resistencia. Iban cargados con picos y sachos, y las cajas de los pinos eran de hierro. Cavaban agujeros de 40 x 40 centímetros y habitualmente se topaban con riscos cuando cavaban en tierras embarradas. Cada operario de entonces podía plantar 250 ó 300 pinos cada día. De aquellos trabajos viene la visión actual que tenemos en las laderas de Pargana o el Roque Nublo.
La vida era muy dura para la familia forestal, y Juan Nogales, como venimos insistiendo, supo ganarse el cariño, el respeto y la implicación de quienes se enfrentaban estoicamente a esas condiciones tan exigentes. Su hijo José Nogales recuerda las claves de ese acercamiento. Da algunos nombres (son muchas personas importantes …), además de sus compañeros técnicos Manuel Díaz Cruz y Gregorio Prats, Matías Perera, el guarda mayor (sustituido en su jubilación por Diego Manuel), los que consiguieron vertebrar a todos los habitantes de la zona, hombres inseparables de la memoria y de los logros de Juan Nogales. Pero también estaban muchos otros guardas y sus esposas: Pepe Reyes y Merceditas, Pepe Díaz y Adelina, Manolito Sánchez, Juanita y su sobrino Chago, que fueron siempre parte de la familia de los Nogales, los viveristas Luis Acosta, Periquito Cabrera, Gregorio Mederos y Daniel Quintana (Carmelito), los chóferes Federico y Manuel Ascanio, o el vigilante de Tamadaba, Antoñito Medina, y por supuesto la propia familia de Juan y Pino Hidalgo, casi todos vinculados hoy en día a las cumbres o a la naturaleza: Isabel y Manuel, biólogos, José, ingeniero forestal, y Juan, médico. Su familia no para de repetir una y otra vez que todos los que trabajaban en las cumbres con su padre se reconocían – y se siguen reconociendo cuando se ven – como familia forestal con mil recuerdos y vivencias compartidas.
Te pueden contar cuando de madrugada olía a humo y el fuego podía proceder de Pavón y se subían al Ford Taunus de Juan Nogales con baldes, sachos y picos para ir a buscar a la propia gente del lugar que ayudaba a combatir aquellos conatos que entonces no encontraban el combustible de hoy en día por la cantidad de pastores, terreno cultivable y por la recogida de la pinocha que realizaban los pinocheros. José Nogales recuerda, cuando ellos estaban todo el verano en Tamadaba, la cantidad de personas del Valle de Agaete, el Sao, Coruña, Juncalillo o la presa de los Pérez que dormían en las cuevas de Tamadaba. Se juntaban hasta 50 ó 60 personas recogiendo pinocha, que entonces se pagaba a una peseta el kilo, y cada uno de ellos podía recoger unos mil kilos diarios.
Juan Nogales llegó a Gran Canaria en 1949 y murió en 1999. Fueron cincuenta años en los que sacó adelante una familia y cambió un paisaje, todo ello trabajando desde el silencio, sin buscar reconocimientos, sin protagonismos innecesarios. Él prefirió degustar una buena comida, o preparar algunos de sus inolvidables arroces valencianos, o sentarse a leer para seguir acercándose a la sabiduría y para alejar todavía más la vanidad. Lo bueno de la vida es que a veces nos sorprende con su justicia poética, y en 2021, muchos años después de que se jubilara y de que falleciera, los habitantes de la isla en la que dejó todo lo mejor que sabía hacer le han reconocido como uno de sus hijos adoptivos. Seguro que donde esté seguirá ejerciendo como hombre observador, profundo y sabio; pero también debe estar esbozando una limpia sonrisa satisfecha que estará compartiendo con todos los guardas forestales que recorrían con él las cumbres de Gran Canaria. Juan Nogales fue, en suma, un hombre que supo crear una conciencia ecológica en todos los que le trataron, en sus trabajadores y en su familia, y por supuesto esa intención de mejorar el entorno que nos ha regalado la naturaleza también se ve premiada en cada uno de los pinares que embellecen una isla que no ha querido nunca olvidar su legado y su compromiso con el paisaje.